En las próximas semanas tanto en la Universidad Nacional como la Universidad de Costa Rica asumirán funciones las personas que ejercerán la Rectoría en los próximos años. Los retos que enfrentarán son enormes, en un entorno agravado por la emergencia sanitaria y de crisis económica y social que atraviesa el país. Pero hay uno que, por su relevancia para las universidades, deberá ser objeto de un amplio debate, sobre todo en el seno de las distintas comunidades universitarias..
No hay absolutamente ninguna duda de que el concepto de autonomía es esencial para las universidades públicas. En el centro de este, se encuentra el principio irrenunciable de la libertad de cátedra. Las universidades deben determinar sin injerencias de ninguna clase lo que se enseña y cómo se enseña, lo que se investiga y cómo se investiga. La generación de conocimiento es un proceso muy delicado como para someterlo a la presión de la coyuntura o de fuerzas con agendas particulares. La sociedad se beneficiaría más de la universidad si ella fuera libre y pudiera desempeñarse sin la injerencia del Estado, de la religión o la política, dijo Von Humboldt hace mas de 200 años, al momento de fundar la Universidad de Berlín. Una máxima que sigue vigente aun, y que se ha validado a lo largo de la historia con los valiosos aportes que las universidades han brindado al proceso de desarrollo de nuestro país.
Desafortunadamente, la defensa de la autonomía ha sido homologada en los últimos tiempos con la defensa a ultranza de un statu quo lleno de privilegios. El tema es delicado porque, si bien es cierto los excesos son inaceptables, los sistemas de reconocimiento por mérito académico tienen una razón de ser en universidades que pretendan estimular la excelencia. Una parte del ejercicio de la autonomía es tener la libertad de gobierno para definir los alcances de esos sistemas. Pero cuando algunos comenzaron a objetar los excesos salariales que esos sistemas provocaron, la respuesta de las comunidades universitarias, esgrimiendo esa autonomía como legitimadora de los excesos, contribuyó al que el concepto mismo comenzara a ser cuestionado.
Por eso el resultado ha sido que, de un inevitable debate sobre las finanzas universitarias, derivaran recomendaciones impensables en el pasado. Pretender definir la oferta académica, la distribución de los recursos del FEES o el incluir ministros en entes de coordinación académica como el CONARE, desde una instancia política, no solo es improcedente, sino muy peligroso. Pero que se haya llegado a este extremo no solo habla mucho del desconocimiento que tienen algunos diputados y diputadas del verdadero significado de la autonomía y el por qué de su defensa, sino también de la soberbia de una parte de las comunidades universitarias, que nunca pudo valorar objetivamente las críticas, y utilizó como escudo una interpretación particular del concepto de autonomía que terminó siendo una licencia para actuar ignorando la realidad.
La llegada de nuevas autoridades es momento propicio para reencauzar la discusión. La tarea prioritaria de quienes asuman los cargos de dirección de las universidades es la de situar en la perspectiva correcta la defensa de la autonomía, haciéndolo, eso sí, sin darle la espalda a la situación del país. La libertad de cátedra y todo lo que esto conlleva, debe ser validada con el uso responsable de los recursos que la sociedad pone en manos de las universidades. Dimensionar correctamente el concepto de autonomía sin debilitarlo en lo verdaderamente sustantivo, es el reto mas importante que tendrán las nuevas autoridades universitarias.
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