El resultado mas perverso de la persistente desigualdad económica en una sociedad, es la generación de una desigualdad cultural que nos separa de manera aun más dramática. Sin acceso a la mejor educación, las técnicas más avanzadas para la gestión del conocimiento y sin la posibilidad de exponerse al influjo renovador de otras culturas, amplios sectores de la población quedan sin elementos esenciales para poder construir criterios actualizados frente a los nuevos retos, económicos, sociales y, sobre todo, culturales, que nos impone la modernidad.
En su libro “White Working Class: Overcoming Class Cluelesness in America”, la profesora Joan Williams describe una situación particular que ilustra claramente esta desigualdad cultural. En la pasada elección presidencial estadounidense, un 53% de las mujeres blancas votó por Donald Trump, hasta un 62% en el caso de las mujeres sin educación universitaria. Este resultado, sorpresivo por decir lo menos, sacudió a un importante sector de la intelectualidad sobre todo de las costas este y oeste, que daban por sentado que las luchas de Hillary Clinton a favor de los derechos de las mujeres, le garantizaban un apoyo mayoritario en todos los segmentos de votación femenina.
Pero como lo explica Williams, la lucha de Clinton era una que, aunque política y, sobre todo, culturalmente correcta, ignoraba elementos regionales diferenciados que incidieron directamente en el resultado. Así, por ejemplo, la insistencia de Clinton sobre la necesidad de asegurar paridad de ingresos entre hombres y mujeres, no resonó en el sur del país, donde las mujeres aspiran mas bien a una mejora en los ingresos de sus compañeros, de manera que puedan quedarse en la casa criando hijos, lo que en esa región se percibe como un signo de éxito familiar.
Es posible encontrar una situación de división cultural, cuidado y no mas acentuada, en la Costa Rica del 2018. Las elecciones presidenciales, cuya fase final se debatió alrededor de temas inéditos, mostró la existencia de dos países, separados por visiones contrapuestas desde perspectivas culturales muy diferentes.
En el pasado, la desigualdad económica por lo menos nos convocaba como un problema común que debíamos afrontar colectivamente, pero en el caso de la desigualdad cultural, los debates mas bien generan una separación profunda, como lo son aquellas que oponen visiones personales sobre temas sensibles.
Esta situación se agudiza por el acceso desigual que tienen los grupos a los mecanismos de incidencia en la definición de la agenda de debate público. Para una buena parte del país debe resultar absolutamente inexplicable que algunos temas súbitamente se conviertan en prioritarios, y que se construya alrededor de ellos un muro inexpugnable que no admite discusión.
Lo anterior se ve reforzado por dos elementos. Primero, los temas que estos pequeños grupos empujan son, en muchos casos, moralmente relevantes, y corrigen injusticias históricas que ninguna sociedad debe aceptar. Y segundo, hay una aureola de intelectualidad alrededor, no solo de los temas, sino también de algunos de sus activistas mas prominentes, que resulta irresistible para muchos de los responsables de reproducir los argumentos de estos grupos en los medios de comunicación.
Las élites, afirma Williams, se guían en función de la novedad, ahí donde el resto de la población mas bien busca estabilidad. Esta divergencia ha generado un enfrentamiento cultural como nunca se había visto en el país. Hablamos en muchos casos de la pretensión de cambiar de raíz referentes culturales que han servido para definir la experiencia vital de los grupos mas sencillos, los que, sin acceso al conocimiento y la experiencia multicultural adecuada, tienen grandes dificultades de comprender.
¿Y cual ha sido la reacción de esta élite cultural ante la resistencia de los otros sectores? ¿Un esfuerzo adicional para educar y socializar? ¿Una especial sensibilidad al entorno del que se deriva un activismo modulado? ¿Una actuación generosa a partir de la convicción de que lo que se impulsa es lo correcto? Todo lo contrario. Una buena parte de esta neoélite cultural costarricense, posiblemente envanecida por su peso en la definición de la agenda de debate público, se ha dedicado a ridiculizar, satanizar y a irrespetar mucho de lo que el resto de la gente cree. Ante la confusión de grandes sectores de la población, la respuesta ha sido la arrogancia y la condescendencia.
Y ojo que no digo que los temas que se han planteado deban seguir siendo pospuestos. No hay nada mas poderoso que una idea a la que le llegó su tiempo, decía Víctor Hugo. Con esta convicción, y conscientes que empujar ideas sin un esfuerzo de educación sensible, puede generar un fuerte rechazo, -la composición de la actual Asamblea Legislativa es una prueba de ello, hay que acometer las tareas pendientes, sin agudizar una división cultural que puede tener consecuencias letales para la democracia.
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